domingo, enero 10, 2010

LA CIENCIA NO CONOCE FRONTERAS por Manuel Toharia



Los comunicadores, sobre todo los que se dedican a la ciencia, suelen preguntarnos cuál es la situación de la ciencia en el mundo. La respuesta es, obviamente, compleja; en general suele comenzar con ¡Depende!… Luego viene la pregunta inmediatamente posterior: ¿y la local? Por local entienda usted una región, incluso una ciudad. Y ahí mi respuesta es mucho más tajante: la ciencia local está igual de bien o de mal que la general. Porque, sencillamente, la ciencia no conoce dueños, y aún menos, conoce fronteras.




Son dos temas ligados entre sí y que, formulados en forma de preguntas (¿de quién es la ciencia?, ¿cómo está nuestra ciencia?) permiten una reflexión bastante profunda de lo que se desea saber, y lo que en realidad se sabe acerca de la actividad científica.




En primer lugar, y en contra de lo que mucha gente cree, la ciencia sí tiene dueño: ustedes y nosotros, o sea todos los seres humanos. La ciencia, como conocimiento –cultura intelectual– y como aplicación –cultura instrumental–, nos pertenece a todos. Si Newton nació en Londres, ¿eso significa que la ley de la gravitación es inglesa? La pregunta en sí misma resulta ridícula…
Es cierto que si un científico que trabaja para una farmacéutica descubre o aísla una sustancia que luego tiene propiedades curativas, quien se va a lucrar con ese avance es la empresa que le paga, e incluso él mismo porque puede adquirir fama y honores, o en todo caso ver mejorado su salario o su estabilidad en el empleo. Pero, al final, de ese medicamento nos beneficiaremos –existe una diferencia nada sutil entre lucrarse y beneficiarse– todas las personas que eventualmente pudiéramos sufrir dicha dolencia.




O sea que el ácido acetilsalicílico –vulgarmente, aspirina– sigue haciendo ganar dinero a la empresa que lo sintetizó, pero de su poder curativo nos hemos beneficiado muchos millones de humanos.




Dando, pues, por sentado que la ciencia es universal, parece obvio que los científicos pueden trabajar haciendo progresar nuestro nivel de conocimiento en cualquier lugar. Aunque, claro, uno tiende siempre a quedarse en el lugar en el que vive, o lo más cerca posible; por razones sentimentales, de idioma, culturales… Todas ellas bastante poderosas; pero nunca deberíamos esgrimir como argumento el hecho de que uno quiere quedarse en casa porque así se beneficia a la ciencia española. Sencillamente porque no existe, como tampoco la francesa o la inglesa.
Esto suena chocante. El Estado español ha gastado mucho dinero en formar científicos, primero en el colegio, luego en la universidad; otorga becas –no muchas, la verdad–, financia los estudios básicos obligatorios, propicia la cultura y el amor al conocimiento… Parece lógico que los beneficios de esa inversión se queden en casa. Pero ésa es una visión deformada de la realidad. Al menos desde el punto de vista científico; porque desde el económico tiene bastante sentido. Lo que un científico, formado en España, y contratado luego por el Estado o una empresa española, sea capaz de innovar o aportar al caudal de conocimientos globales, genera al final dinero, puestos de trabajo y beneficios cuantificables, que beneficiarán sin duda a la economía nacional, que recuperará así su inversión.




Argumento irreprochable, sin duda,… para un economista, incluso para un político. Porque a ellos les importa la economía española, no la de Singapur. Y si un científico acepta una plaza en Singapur –por cierto muy bien remunerada y con medios materiales y humanos del mejor nivel mundial– es obvio que el beneficio económico –el lucro– irá preferentemente a Singapur. Mejor que se quede en España… siempre que aquí el salario y los medios puestos a su disposición para trabajar sean los mismos.




Y aquí chocamos con un problema añadido. Aunque la ciencia es de todos, y a todos beneficia –en lo económico quizá, pero sobre todo desde el punto de vista del aprovechamiento último–, lo cierto es que muchos profesionales prefieren quedarse en su país ganando menos y trabajando peor que yéndose ahí fuera, donde quizá trabajarían mejor y, accesoriamente, incluso ganarían más dinero.




Retomando el ejemplo de Singapur, o incluso del mismísimo gigante mundial de la ciencia, que es Estados Unidos, esa elección puede ser comprensible. Pero si miramos hacia el espacio europeo, las cosas son ya más incomprensibles. Porque, sencillamente, somos Europa; y no sólo de boquilla…




Es cierto que el idioma es una barrera; pero, ¿qué científico no habla en inglés? Políticamente la Unión Europea está a medio camino, pero económicamente es un hecho… No puede, pues, considerarse la resistencia a la movilidad de los científicos dentro de ese espacio europeo de la investigación más que como un atraso cultural, un freno al progreso, incluso como un desafío a la lógica más evidente. Si la ciencia es, ante todo, lógica y raciocinio, quienes se oponen a esa internacionalización europeísta de la actividad científica puede que no sean tan científicos como piensan.




O simplemente, aún no se han enterado de dónde están, y hacia dónde va el rumbo de la Europa unida.




Manuel Toharia es director científico de la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia. Presidente de la Asociación Española de Comunicación Científica y Colaborador del Programa de Investigación "Las Huellas de la Memoria"

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